El mosaico étnico de la Península Ibérica en época prerromana se manifiesta también en las múltiples creencias, con sus numerosas divinidades, sobre las que se fue superponiendo la religión romana, al compás de la romanización. Igual que esta no fue homogénea para todo el espacio peninsular, tampoco la religión de los colonizadores logró sustituir por completo a las indígenas, aunque si se produjeron fenómenos de asimilación, constatados sobre todo en las regiones donde la penetración romana fue más débil, aunque no consiguieron arrinconar las creencias ancestrales, vivas a lo largo de toda la dominación. Por ello, el análisis del fenómeno religioso ha de contemplar las distintas creencias de la España romana, agrupándolas en cuatro grandes bloques:
religiones indígenas, romana, creencias orientales y cristianismo.
Las religiones indígenas
En clara consonancia con los fuertes contrastes que se observaban en todos los planos
de su organización histórica, el mapa religioso de los pueblos prerromanos de la
Península Ibérica, se caracteriza por su heterogeneidad. No obstante, en todas las áreas,si exceptuamos la zona colonizada por griegos y fenicios, hay que subrayar la fuerte impronta de prácticas naturalistas, en las que se tributaba culto a las fuerzas naturales,que tanto condicionaban la vida de estas comunidades. Finalmente, unos casos mediante una simbiosis con las divinidades romanas sobreviven directamente; en otros lo harán ocultos dentro de la interpretatio romana.
De forma esquemática, en el área norte y noroeste, se constata, ante todo la presencia de una importante divinidad guerrera, Coso, en estrecha relación con las prácticas bélicas, materializadas en incursiones contra los pueblos vecinos, en cuyo honor se realizaban danzas y competiciones y se sacrificaban machos cabríos y caballos. Junto a ello, la divinización de las fuerzas naturales se observa en la gran abundancia de los dioses tutelares -de los que el más representado es Bandua-, en la amplia proyección de los dioses protectores de los caminos, en la importante difusión del culto a las aguas y a las fuentes y en el culto estelar al sol y la luna, que ha quedado posiblemente reseñado por Estrabón (III, 4-16) al mencionar las danzas que celebraban las noches de plenilunio.
Tampoco debemos pasar por alto al Erudino, que presenta la inscripción más tardía (año399 d. C.) en Santander.
Idéntica importancia naturalista se observa en la religión de los diversos pueblos
asentados en la Meseta, pero con la peculiaridad de que en estas áreas, el culto a los astros, fuentes y ríos, se completaba con el tributado a rocas, animales y al fuego.
Concretamente en la Meseta norte, y de forma específica en el área de Las Cogotas con
proyección en la región de Tras-Os-Montes, son características las construcciones a
cielo abierto constituidas por grandes rocas, en cuyo interior aparece una serie de
oquedades y canalillos. El culto a determinados animales y su materialización en
representaciones escultóricas, a las que comúnmente se les conoce con el nombre de
verracos, adquiere su mayor implantación entre los vacceos, es decir, en las provincias de Valladolid y Palencia, pero se difunde también en las zonas adyacentes hasta alcanzar el límite de Cáceres. Las fuentes literarias mencionan diversos animales sagrados, como el ciervo, entre los lusitanos, el buitre, entre los numantinos, y el toro entre las poblaciones pastoriles. Por otra parte, el culto a Epona, divinidad femenina relacionada con el caballo, es conocido en las provincias de Álava, Burgos y Guadalajara. Endovélico, dios de la salud, está presente sobre todo en Lusitania. Lug se conoce en gran parte de la Celtiberia (Peñalva de Villastar), pero también entre los celtas más allá de los Pirineos.
Finalmente, el culto al fuego se evidencia en materiales aparecidos tanto en poblados
como en las necrópolis, entre los que destaca la presencia de supuestos candelabros o
soportes para mantener el fuego (thymiateria), con paralelos en el mundo ibérico. No se conoce la existencia de grandes santuarios, salvo el consagrado a Endovélico, el de Ataecina Turibrigensis -ambos en Lusitania- y el de Panoias. Tampoco se mencionan
en las fuentes escritas la existencia de sacerdotes. Si, en cambio, aluden a la existencia de sacrificios colectivos y danzas.
Los casos de simbiosis con cultos romanos son numerosos. Asimilado a Júpiter era
Iupiter Candamius en Asturias o Iupiter Candiedo en Galicia; un dios asimilado a Marte era Mars Cariociecus en la zona galaica o el Mars Tilenus; con las deidades de las aguas tenemos las Nymphae Caparenses en Baños de Montemayor, el Genius Fontis
Agineesis en Boñar, y las Nymphae Fontis Ameucni en León. A los Genios romanos nos
aparecen el Genios Laquiniensis, y a la salud, la Salus Umeritana de Santander.
La mayor complejidad que en su diversidad ofrece el mundo ibérico desde el Valle del
Guadalquivir hasta Cataluña y la presencia en el mismo de la ciudad como elemento
catalizador de toda la organización histórica no excluye la fuerte presencia de elementos naturalistas en su ordenamiento religioso; en realidad, se puede afirmar que hasta ahora no se ha encontrado en el interior de los recintos urbanos ninguna estructura que pueda interpretarse como templo; en cambio, abundan los grandes santuarios vinculados a algunos poblados, como los de Luz de Verdelay en Murcia y la Serreta de Alcoy, identificados por abundancia de exvotos depositados en ellos, o los que se relacionan con cuevas o abrigos, en los que se encuentran también gran cantidad de figuritas de bronce, como ocurre en Sierra Morena con los del Collado de los Jardines y Castellar de Santisteban, o finalmente los santuarios ubicados en cuevas profundas, como el de Cova de Bolota en el área de Gandia. No obstante, la mayor complejidad del ordenamiento religioso se evidencia en la formalización de una mitología, que ofrece elementos pictóricos y objetos tan diversos como la pátera de Tivisa o el monumento funerario de Pozo Moro, y en la existencia de un sacerdocio, cuyo carácter ocasional o permanente se discute, también testimoniado por las representaciones escultóricas.
En cambio, el nuevo mundo de la religión de la ciudad-estado, con la centralización de los templos en el recinto urbano, con la aparición de dioses protectores de la ciudad y de colegios sacerdotales ciudadanos, sólo se muestra con rasgos diferenciales y específicos en el período anterior a la conquista romana en el área de influencia de las colonizaciones fenicio-púnica y griega; la primera posee en el templo de Melkart en Gadir (Cádiz), con una influencia extensiva a la Hispania meridional, su baluarte fundamente; en cambio, la presencia de la religión griega se atestigua de forma especial en las colonias focenses del golfo de Rosas, donde Ampurias acogía en su recinto no
sólo a la diosa protectora de los focenses, Artemis Efesia, sino también a las otras
divinidades griegas como Asclepios, de las que se conservan restos arqueológicos.
La religión romana
Precisamente en esta nueva perspectiva e inmersa dentro del proceso general de la
romanización, se incardina la difusión de la religión romana en la Península Ibérica; su especificidad viene marcada originariamente, por su pureza, manifestada en la ausencia de estatuas antropomórficas y de prácticas hierogámicas, en su funcionalidad, que atribuye a cada dios un papel dentro de las actividades de la comunidad, y en su carácter eminentemente político, que da lugar a que todas las manifestaciones religiosas estén sometidas al control del Estado, que debe salvaguardar un estricto formalismo para obtener los favores divinos (pax veniaque deorum).
No obstante, el carácter antitético de la religiosidad romana queda patente en la mezcla de un profundo conservadurismo, controlado por el Pontifex Maximus, con
innovaciones concretas, dirigidas por los viri sacris faciundis: a través de la
interpretatio, es decir asimilación de divinidades foráneas a dioses romanos, y de la
evocatio, o integración en el panteón romano de dioses extranjeros. La religión romana sufrirá una paulatina modificación de su pureza originaria con la introducción de nuevos dioses y de prácticas culturales procedentes en gran medida del mundo helenístico. En este proceso, la crisis de la República y la institucionalización del Principado marcan un punto de no retorno, que se caracteriza por el abandono de la religiosidad tradicional,a pesar del intento de restauración de las reformas augústeas; por la aparición, junto con la religión oficial, de las religiones orientales, que con su índole mistérica y personal contradicen el carácter colectivo y cívico de la religión tradicional, y por el culto al soberano, que oscilará, según los emperadores, desde la heroización a la divinización.
Culminando este proceso, el desarrollo, especialmente durante el siglo III d.C., de
procesos sincretistas fomentará las tendencias monoteístas.
Todo este complejo proceso debe tenerse en cuenta al intentar analizar la difusión de la religión romana en Hispania en su triple dimensión de cultos oficiales y al emperador, orientales, y supervivencia de los dioses indígenas, que a veces se asocian a cultos romanos a través de la correspondiente interpretatio.
En todas las provincias del Imperio la religión oficial estaba conformada en torno a la Tríada Capitolina, el culto al emperador y a la diosa Roma; las prácticas culturales en las que se materializaba y la organización en que se explicitaba tenían un objetivo fundamentalmente político, puesto que conllevaba la aceptación implícita de la soberanía y del poder supremo de Roma y contribuía, a través de los correspondientes lazos religiosos, a dar solidez y cohesión al Imperio. No obstante, la intensidad con la que se proyectaba cada uno en las diversas provincias del Imperio y en Hispania, en concreto, osciló a tenor de diferentes factores, entre los que deben mencionarse especialmente los vinculados al ordenamiento administrativo y al mayor o menor grado de romanización-urbanización; de hecho, el culto a la Dea Roma, que tanta importancia alcanzó en las provincias orientales, no tuvo una difusión parecida en las provincias hispanas, puesto que tan sólo se testimonia en determinadas emisiones monetales de Valentia, Arse, Carmo y Sexi, y asociado al culto imperial.
En cambio, la importancia alcanzada por el culto a la Tríada Capitolina, constituida por Júpiter, dios soberano del universo; su esposa, Juno, divinidad celeste, y Minerva, diosa de las actividades artesanales, asimilada a la Atenea griega, se registra en la ley fundacional de la colonia de Urso, en la que se estipula la obligatoriedad de que los ediles realicen durante tres días al año juegos en su honor, mientras que la diosa protectora de la ciudad, Venus, tan sólo es honrada con la realización de las mismas actividades durante un sólo día. Al margen de que cada una de las divinidades que constituían la trinidad podía ser individualmente honrada, el culto a la Tríada se vertebraba a través de los templos capitolinos, de los que conocemos su existencia en Urso (Osuna) e Hispalis (Sevilla), pero que estarían presentes en los foros de todas las ciudades.
Una implantación parecida alcanzó el culto al emperador, aunque con una proyección
geográfica preferente en el sur y levante de Hispania y una concentración de los
testimonios en las capitales de las tres provincias hispanas y de los conventos; su
difusión en el Imperio, como fenómeno concomitante a su helenización, sufrió
importantes oscilaciones, ya que, aunque comenzó a difundirse en vida de Augusto, no
alcanzará su plena implantación hasta el periodo flavio y sólo llegará a su apogeo en el siglo II d. C. durante la dinastía antonina. En las provincias hispanas, la existencia en el mundo indígena prerromano de determinadas instituciones, mediante las que se vinculaban los individuos a sus jefes militares, a veces con formalizaciones religiosas que permitían la consagración de la vida a una determinada divinidad en lugar de la del jefe militar, facilitó, sin duda, la penetración del culto al emperador. Su formalización fue bastante heterogénea, ya que en ocasiones tan sólo se tributó al emperador muerto, mientras que en otras, coincidiendo con la potenciación de los rasgos monárquicos del
poder imperial, se llegó a honrar, también, al emperador vivo; la asociación del culto al emperador a abstracciones divinizadas de origen helenístico, como Pietas, Aeternitas, Pax, Fortuna y su asimilación a diversos dioses romanos y orientales, en un claro proceso sincretista, son otros de los rasgos que completan el heterogéneo cuadro en el que materializó este culto que, además de las referidas funciones de cohesión política de la diversidad étnica y cultural del Imperio, revistió el valor complementario de la lealtad dinástica. Según Tácito, a petición de los hispanos Tiberio les permitió construir un templo a Augusto en Tarraco. Sería el primer templo dedicado a un emperador divinizado.
Ambos cultos, el de la Tríada Capitolina y el tributado al emperador, se canalizaban a través de una organización perfectamente reglada desde el punto de vista jurídico; de esta forma, la leyes municipales estipulaban la existencia en las ciudades de dos
colegios, el de los pontífices y el de los augures, compuestos de tres miembros cada
uno, que elegidos de por vida por los ciudadanos entre los que cumplieran determinadas condiciones jurídicas y económicas, se encargaban oficialmente del culto. Gozaban de determinados privilegios entre los que se enumeran la exención de la milicia, la inmunidad, el uso de la toga praetexta y el asiento entre los decuriones en el teatro y en el circo.
La materialización del culto imperial estaba articulada en los tres eslabones de la
organización provincial, es decir, las ciudades, los coventus y la capital de la provincia, con la salvedad de que en el eslabón intermedio del conventos tan sólo se testimonia su presencia organizada en las zonas menos romanizadas de la Provincia Hispania Citerior y a partir de época flavia; este culto era responsabilidad de los flamines, de los que los provinciales eran elegidos en las asambleas que anualmente se celebraban en las capitales de las tres provincias hispanas. A medida que la divinización fue ampliándose también a otros miembros de la familia imperial y concretamente a sus esposas, aparecieron las flaminicae, a veces la esposa del flamen, que se encargaban del culto a las emperatrices (divae).
Junto a estos magistrados-sacerdotes, pertenecientes en su totalidad a los círculos
dirigentes provinciales, el culto oficial contaba también con un personal auxiliar, del que debemos reseñar por su importancia, en tanto que vehículo de promoción social, los Augustales y los Seviri augustales, compuestos por la elite de los libertos.
En cambio, los dioses protectores de la ciudad y de la familia, que constituyen
eslabones fundamentales en el ordenamiento del Imperio, apenas si se testimonian en
Hispania; destaquemos, no obstante, la amplia difusión que tuvo el culto a Genio,
protector de la ciudad o de un determinado lugar, y la existencia del culto a los lares familiares que, protegiendo, al margen de su estatus jurídico, a todos los miembros, libres o esclavos, de la unidad familiar y a la propiedad doméstica, se testimonia en algunas ciudades.
El mencionado carácter funcional de la religión romana se patentiza en la existencia de una serie de dioses protectores de las aguas, de la salud, de las diversas actividades que se integraban en la actividad económica, de la guerra o de la vida de ultratumba; todos ellos se difundieron en Hispania, aunque su penetración fue desigual y en ocasiones se realizó de forma sincretista, asociándose a divinidades indígenas, a las que se le atribuían advocaciones análogas. Destaquemos dentro de los dioses protectores de la agricultura la amplia difusión que alcanzó Liber Pater, asociado al Dionisio griego que, perdida su originaria encarnación de varias formas de protesta social, quedó reducido a dios de la vid; en Hispania abundan en las ciudades más romanizadas sus representaciones en mosaicos y en esculturas. En menor grado y también en áreas romanizadas se extendió el culto a Mercurio, como dios protector del artesanado. Las Ninfas, diosas protectoras del agua, alcanzaron una amplia difusión en el noroeste peninsular, es decir, en la misma área donde había existido un culto indígena asimilable, aunque también son frecuentes en monumentos (nymphaea) en muchas ciudades.
Los cultos orientales
Junto a la religión romana se intensifica o se difunde ex novo la presencia de los cultos orientales, bajo cuya denominación se engloban todas aquellas divinidades que tienen tal procedencia, al margen de que poseyeran un carácter mistérico. Su existencia en la Península Ibérica precede en determinados casos a la llegada de Roma y se conecta directamente con el fenómeno de la colonización fenicio-púnica y griega; tras la conquista romana, algunas de estas divinidades sobrevivieron, aunque a través de la correspondiente interpretario romana; tal ocurre especialmente con los dioses feniciopúnicos Tanit y Melkart. La primera fue asimilada a Juno o Dea Caelestis, divinidad celeste en conexión con la Luna y diosa protectora del ciclo femenino: como tal, su culto se constata en Itálica, Tarragona y Lugo; Melkart sobrevivió a través de su identificación con Hércules romano, y como tal su templo en Gades gozó de un gran prestigio, que aún se mantenía en la Antigüedad tardía. En la misma ciudad había otro templo dedicado a Baal Hammon, al que los griegos llamaban Kronos y los latinos Saturno, famoso por celebrarse aún sacrificios humanos durante el siglo I a.C.
También las divinidades griegas, presentes en las colonias focenses del golfo de Rosas, continuaron siendo veneradas mediante un proceso análogo; el dios de la salud
Asclepios pervivió en el culto al Esculapio romano en templos de Carthago Nova y de
Ampurias, y Artemis Efesia que se constata en Dianium. En otros casos, se hicieron
presentes innovaciones con difusiones de cultos que había alcanzado cierta notoriedad
en el mundo griego en época helenística, tal ocurre con Némesis, diosa de la justicia, cuya devoción se difundió de forma especial entre esclavos, libertos y gladiadores; precisamente de una pintura parietal del anfiteatro de Tarraco procede una de sus más significativas representaciones.
También las religiones orientales de carácter mistérico, que habían penetrado en Roma
en época republicana y frente a las que los diversos emperadores adoptaron políticas
contradictorias, oscilantes entre la protección y la prohibición, se difundieron en
Hispania. El dios persa Mitras penetró en la Península Ibérica estrechamente ligado a
los contingentes militares, con el apelativo de invictus, y a los contactos comerciales, que explican su especial presencia en los centros costeros; de su importancia habla el templo (mithraeum) de Mérida, en el que, pese a no conservarse indicios arquitectónicos que pudieran ilustrarnos de su trazado, se encontró a principios de siglo un valioso conjunto de esculturas e inscripciones.
También las divinidades egipcias Isis y Serapis se difundieron en Hispania. Isis, cuya figura aparece indisolublemente unida a Osiris, representa en su mito el ciclo de nacimiento, muerte y resurrección, propio de la vegetación, y adquirirá en época
helenística caracteres mistéricos; su culto, prohibido pero contradictoriamente también protegido por los emperadores, se difundió en Hispania durante el siglo II, con especial proyección entre los círculos privilegiados. Serapis, en cambio, se extendió en un marco esencialmente sincretista.
Los dioses tracofrigios Cibeles y Atis tuvieron asimismo una proyección importante en
Hispania, con mayor penetración de Cibeles en la parte occidental y de Atis en la Bética y zona mediterránea. El culto a Ma-Bellona, diosa asiática, y el de Sabacio son conocidos en la península. Asimismo tenemos constatada la presencia de Adonis,
Júpiter Dolichenus, Elagabal y algunos otros menos conocidos.
El cristianismo primitivo en Hispania
Tradicionalmente se ha explicado, por parte de la historiografía eclesiástica, el origen apostólico del cristianismo en Hispania por tres vías distintas: la predicación de Santiago el Mayor, la llegada de san Pablo y la tradición de los Varones Apostólicos. La primera y la tercera han sido consideradas por la crítica como tradiciones tardías, sin bases históricas verificables, y, en cuanto a la venida de Pablo, sólo puede apoyarse en el propio testimonio del apóstol en su Epístola a los Romanos de su deseo de venir a Hispania y en documentos algo posteriores sobre esta venida, como los de Clemente Romano que, a lo más, sólo pueden apoyar su verosimilitud pero no su certeza.
El origen del cristianismo en Hispania es oscuro y tardío. Los primeros testimonios que documentan la existencia de cristianos en la Península Ibérica -Irineo de Lyon y
Tertuliano, de finales del siglo II- son todavía demasiado imprecisos y generalizadores.
Hay que descender al año 254 para encontrar el primer dato seguro en la carta 67 de
Cipriano de Cartago, por la que sabemos que en esta fecha ya existían comunidades
cristianas en Astorga-León, Mérida y, seguramente, Zaragoza. A partir de esta fecha se acumulan los testimonios, sobre todo, de mártires cristianos durante las persecuciones de Valeriano y Diocleciano, en Zaragoza, Barcelona, Gerona, Valencia, León, Mérida, Sevilla, Córdoba o Toledo, que muestran cómo el cristianismo había ido avanzando lentamente a lo largo del siglo III en Hispania, aunque sólo en los grandes focos urbanos y apoyándose fundamentalmente en la gente humilde.
El cristianismo como fenómeno histórico es durante el Alto Imperio una más de las
religiones orientales, que se expande, en consecuencia, por los mismos ambientes y
satisface las mismas necesidades y aspiraciones. Como religión personal, íntima y de
salvación, frente a los cultos oficiales y fríos de la religión tradicional romana, portada por viajeros, traficantes, mercaderes y militares, penetra en principio en los núcleos urbanos de las zonas más romanizadas, precisamente aquellas en las que, por la existencia de comunidades judías o, en general, orientales de greco-hablantes, era más fácil la penetración de la nueva fe. Esta predicación no se realizó de un modo propiamente misionero, sino por obra de muchos cristianos anónimos, convencidos de la importancia y de la necesidad de su creencia. El cristianismo en Hispania no se ha importado, ni por una vía única -los pretendidos orígenes africanos-, ni por un agente determinado -sea Santiago, san Pablo o los Varones Apostólicos-, como algo definido y hecho, sino que se va gestando, a través de múltiples circunstancias, como un conjunto de comunidades, que surgen y se desarrollan, en principio de forma independiente, en distintos puntos de Hispania, a partir de la predicación de numerosos y heterogéneos elementos cristianos que extienden su proselitismo por los ambientes que frecuentan.
A comienzos del siglo IV, cuando con Constantino la Iglesia cristiana perseguida se
convierte en religión oficial, el cristianismo ya se encontraba organizado en distintas regiones de la península, y, sobre todo en la Bética, y pasó a constituir un importante factor social y político. Las sedes metropolitanas principales, a las que estaban subordinadas las demás, se ubicaban en las capitales de las provincias, es decir, Emerita, Tarraco, Hispalis, Bracara y Carthago Nova y, como en otras regiones del Imperio, la Iglesia hispana convocó sínodos y concilios, de carácter disciplinario y organizativo, que ofrecen un gran número de datos de muy diverso carácter, interesantes no sólo para la historia eclesiástica, sino para el conocimiento de la sociedad de Hispania en la Antigüedad tardía, como el de Elvira (Granada), celebrado entre 300 y 302; el I Concilio de Caesaraugusta, posterior al 380; o el I de Toledo, hacia el 400.
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