martes, 24 de marzo de 2009

La sociedad hispano-romana

Durante muchos años la romanización ha sido entendida como el proceso de asimilación
de los indígenas a la cultura y civilización romana. Fue un proceso lento en el que
podemos establecer diversos grados, relacionados con el factor tiempo, en el que
interactúan diversos factores, internos y externos. Cabe hablar así de romanización
cultural, económica, social e ideológica, en cada una de las cuales juega su relación con
las demás pero, también la organización sobre las que actúa, la trama social, la lengua,
las creencias, las técnicas y los objetos de producción, las artes y las costumbres de los
indígenas. Indiscutiblemente hay que considerar el sujeto romanizador, el Estado
romano en abstracto, y sus agentes concretos, personales e institucionales, que
incorporan una política más o menos programada de romanización.
La colonización romano-itálica
A la llegada de los conquistadores, a finales del siglo III a.C., podía distinguirse, de
forma muy somera y con un gran número de variantes en detalle, dos tipos de
formaciones sociales diferentes en la Península Ibérica: el área ibérica (la zona oriental,
con la cuña del valle del Ebro, y Andalucía) y el área celta (los pueblos de la Meseta y
Lusitania, con el borde cantábrico), sobre los que habían actuado elementos
extrapeninsulares. Sobre todo por la presencia en las costas meridionales y levantinas de
los pueblos colonizadores -griegos y púnicos- que, incluso, habían establecido núcleos
urbanos estables y generado un mestizaje que había modificado sensiblemente ya en
época prerromana las estructuras indígenas del área ibérica, produciendo una extensión
de una civilización urbana con base de gobierno monárquica, semejante a otras regiones
del Mediterráneo, muy diferente del régimen tribal que predominaba en el área celta.
Las circunstancias del largo período de conquista, extendido durante dos siglos, no
hicieron sino aumentar las diferencias entre ambas áreas, porque el dominio romano se
estableció a partir del área ibérica, que, por otra parte, contaba con más atractivas
posibilidades económicas, progresando lentamente de oriente a occidente y de sur a
norte sobre el área celta. Así, cuando los pueblos de Cataluña o del valle del
Guadalquivir contaban ya con una presencia romana bicentenaria, todavía los pueblos
del norte eran independientes o sólo muy superficialmente habían establecido contacto
con los dominadores. Pero, además, el grueso de la colonización itálica de época
republicana se estableció preferentemente en las zonas del área ibérica, antes
pacificadas y mucho más ricas, marcando las directrices de la propia romanización e
influyendo en grados distintos, con su mayor o menor extensión por el ámbito
peninsular, en la transformación de las estructuras socio-económicas indígenas.
La corriente de población civil itálica que, con los ejércitos de conquista o tras ellos, se
desplazó hacia la península era tan variada en sus intenciones como en su extracto
social. Muchos de ellos, por descontado, ni siquiera eran ciudadanos romanos, pero, en
su conjunto, acudían bajo la protección que ofrecía el poder de Roma y, en cualquier
caso, pertenecían al ámbito cultural romano. Tanto por las circunstancias económicosociales
de Italia, desde mitad del siglo II a.C., como por las condiciones de suelo,
subsuelo, situación geográfica y panorama político de la Península Ibérica, se daban los
presupuestos más favorables para que pudiera prender una vasta política de
colonización. En orden a sus actividades, los emigrantes itálicos se incluían en dos
grandes grupos: hombres de negocios y colonos, es decir, quienes perseguían un
beneficio directamente través del Estado (publicani) o mediante negocios privados
(negotiatores), y aquellos que buscaban en la tierra una fuente de recursos.
Sin duda, el ámbito de los negocios fue una de las fuentes de la corriente migratoria
hacia la península, en la que, debido precisamente a las diferencias de volumen y ámbito
de las empresas, se mezclaban individuos procedentes de estratos sociales muy diversos,
desde caballeros romanos, los menos, hasta itálicos, en principio, sin el status de
derecho ciudadano, en cuyas manos estarían directamente o por delegación la mayor
parte de los negocios de préstamo y comercio, e, incluso, libertos y esclavos.
Pero, en cualquier caso, que exista toda esta riada de negociantes y que haya pruebas
sobre las distintas ramas de su actividad en la península, no quiere decir, ni mucho
menos, que se trató de una corriente muy numerosa. Fue, con un nivel superior, la
colonización agraria la que arrastró y retuvo en la península al núcleo fundamental de la
emigración itálica como consecuencia de la situación especial de las provincias hispanas
frente al resto del imperio, en concreto, la presencia continuada de numerosas fuerzas
militares. Los largos años de guerra continuada durante el proceso de la conquista
habían creado, en efecto, una situación excepcional dentro de las provincias de la
república romana. La situación militar en Hispania había conducido a la creación de un
auténtico ejército estable, prototipo de los ejércitos de época imperial. La consecuencia
fue el asentamiento voluntario de soldados romanos y aliados itálicos en estas
provincias, al licenciarse, como colonos agrícolas. Estos colonos darían lugar a la
creación de numerosos centros urbanos, habitados por itálicos, asociados a indígenas, de
condición jurídica no muy clara, que fueron un medio eficaz de romanización. Pero es
importante considerar la extensión territorial que cubren estos asentamientos, es decir,
las regiones preferidas por los colonos para establecerse como agricultores, así como los
núcleos urbanos de fundación romana que marcarían los puntos de mayor aglomeración
de dichos colonos.
Dado que hasta César no existe una política colonial propiamente dicha, el asentamiento
de colonos en las provincias debía estar mediatizado por circunstancias de conveniencia.
Estas circunstancias eran, por una parte, tierras fértiles, similares a las abandonadas o
deseadas en Italia, y, por otra, facilidad de asentamiento y de régimen de vida en
regiones que no ofrecieran problemas a un establecimiento pacífico. El propio
desarrollo de la conquista marcaba la pauta hacia dos regiones concretas, el valle del
Guadalquivir, es decir, la Andalucía occidental, y el valle medio y bajo del Ebro. A lo
temprano de la conquista de ambas regiones venía a añadirse su antigua civilización
urbana y su fertilidad.
Cuando César, como ya hemos visto, llevó a cabo su política sistemática de
colonización, Hispania y, más concretamente, el valle del Guadalquivir y, en menor
medida, el este y el valle del Ebro, se convirtió en un gigantesco campo de
experimentación de un programa político-social que, por primera vez, enlazaba a Italia
con el mundo provincial. César, ciertamente, llevó a cabo su política de colonización
por las mismas razones que otros caudillos republicanos: premiar a sus veteranos y
robustecer con ello su clientela política con la extensa base social de un racimo de
colonias asentadas en una de las provincias clave del imperio. Pero, indirectamente,
abrió un camino tan innovador como dirigido desde una ciudad-estado, puesto que la
implantación en las provincias de estos núcleos de ciudadanos romanos iniciaba en el
ámbito del dominio provincial un proceso de aculturación o romanización, cuyo final
sólo podría ser la integración de las provincias en un conjunto orgánico: el Imperio
Romano.
La municipalización
Pero la intervención de César en el mundo provincial no acabó de esta fecunda política
de colonización que, en todo caso, contemplaba el espacio de asentamiento como sujeto
pasivo de ensayos y reformas. El propio territorio provincial fue llamado a intervenir
activamente en el programa de renovación del imperio a través de la municipalización.
Con la política de concesión de ciudadanía romana o su escalón previo -el derecho
latino a comunidades enteras indígenas-, el dictador introdujo la organización municipal
en las provincias de Hispania, único sistema de administración que, basado en la
autonomía de gobierno, podía permitir la integración de un imperio mundial en el
sistema tradicional de la ciudad-estado romana, sin conmover sus bases jurídicas y
político-sociales. Pero también el experimento municipal fue limitado en cuanto a su
alcance y extensión y cubrió las mismas áreas que la colonización: el valle del
Guadalquivir, el este peninsular fueron los principales beneficiarios y, con ello, las áreas
concretas de Hispania se adelantaron al proceso de integración en las estructuras
político-jurídicas y socioeconómicas romanas que, iniciado, debía ser ya irreversible.
César, pues, sentó las líneas sobre las que se desenvolverían las provincias hispanas a lo
largo del Imperio, apenas rectificadas, si no es en una mayor ampliación, por Augusto,
precisamente siguiendo las directrices del dictador. Los territorios situados fuera de las
líneas de colonización y municipalización propuestas por César nunca llegarían a
integrarse por completo en las formas de vida romanas y, con ello, la península quedó
para siempre marcada en dos ámbitos bien distintos: el colonizado romano de la Bética,
con una cuña lusitana, la costa oriental y el valle del Ebro, por un lado; el sometido,
simple fuente de explotación y mucho menor urbanizado, con el resto de la península,
por el otro. Si el primero se integró en las estructuras sociales de carácter romano, el
segundo sirvió, si no de glacis protector de la zona incorporada a la cultura romana sí, al
menos, como un territorio súbdito, cuya dominación interesaba bajo el exclusivo punto
de vista económico, como vivero de hombres y recursos materiales y sin ninguna
política consciente de elevar el nivel de vida económico y social de sus habitantes. En
este sentido, lo poco logrado en la Hispania sometida se realizó más en contra que a
favor de esta política, debido casi exclusivamente al contacto de los soldados
permanentemente instalados en el centro del territorio durante el Imperio y a la acción
ejercida por los centros de administración romanos.
Mientras en el primer ámbito es lícito hablar de romanización, en el segundo es absurdo
emplear el término, que nunca tuvo ningún significado, ni en ninguna mente gobernante
encontró asilo: sólo la prolongada dominación y los contactos pacíficos, una vez
dominados o frenados los intentos de rebelión, produjo los mediocres resultados de una
híbrida civilización de tinte romano, donde continuaron superviviendo las viejas
estructuras sociales indígenas, hasta que a lo largo del Imperio terminó imponiéndose la
organización social de tipo romano.
La estructura social
La estructura social de carácter romano era reflejo tanto de la propia estructura
económica como de de factores político-jurídicos y sociales. Surgen así una serie de
unidades sociales superiores, cerradas y corporativas, estamentales, organizadas con
criterios jerárquicos, con funciones, prestigio social y calificación económica
específicos, denominadas ordines. Frente a estos unidades los estratos bajos de la
sociedad, formados por grupos heterogéneos de población tanto urbana como rústica, no
constituyen estamentos, sino capas sociales, que portan características comunes de
acuerdo con su actividad económica en la ciudad o en el campo y con su calificación
jurídica, según se trate de ingenui (libres de nacimiento), libertos (siervos manumitidos)
o esclavos, así como de su carácter de cives romani, ciudadanos romanos de pleno
derecho, o de peregrini, carentes de derechos ciudadanos.
Dos criterios fundamentales determinaban la pertenencia a los estratos superiores de la
sociedad, la riqueza, con las subsiguientes secuelas de poder y prestigio, y, sobre todo,
la inclusión en un ordo, en uno de estos estamentos privilegiados ordenados
jerárquicamente. La riqueza como criterio de calificación no estaba definida tanto por el
dinero como por su fuente principal, la propiedad inmueble. En efecto, la agricultura
era, en el mundo romano, la actividad económica fundamental. Se calcula en más de
nueve décimas partes la población del Imperio que vivía en el campo y del campo. En
consecuencia, por encima de la manufactura, el comercio o la banca, fue la agricultura
la fuente esencial del producto social bruto y, en general, de la riqueza, de modo que la
correlación entre economía agraria y restantes ramas de la producción estaba
determinada por el predominio absoluto de la agricultura. Por consiguiente, el auténtico
estrato superior de la sociedad no estaba constituido, aunque formara parte de él, por
hombres de negocio, grandes comerciantes y banqueros, sino por terratenientes que
eran, al mismo tiempo, las elites urbanas.
Pero la posición social elevada estaba determinada, sobre todo, por la pertenencia a uno
de los tres ordines -senatorial, ecuestre o decurional-, entre los que reclutaban, de forma
cerrada y jerárquica, las diferentes clases directoras de la sociedad y del Estado. Para
ingresar en un ordo no era suficiente cumplir los presupuestos económicos y sociales
exigidos a todo aspirante. Era necesario, además, un acto formal de recepción, tras el
cual la permanencia en el ordo correspondiente se expresaba mediante signos externos y
títulos específicos. Así, sólo se era miembro pleno del ordo senatorial o vir clarissimus
después de haber cumplido la primera función pública reservada a los miembros de este
estamento.
Por su parte, la pertenencia al orden ecuestre estaba reservada a aquellos individuos a
los que el emperador otorgaba el equus publicus o caballo del estado, que confería la
dignidad de caballero. En fin el ordo decorionum o aristocracia municipal limitaba en
cada ciudad del Imperio sus miembros a quienes hubiesen investido una magistratura
local o fuesen incluidos en la lista oficial del estamento (album decorionum).
El origen personal era uno de los factores determinantes para pertenecer a los estratos
privilegiados o quedar relegado a los inferiores, en una sociedad, como la romana,
fundamentalmente aristocrática. A través de la familia se transmitían los estatutos
sociales individuales y se heredaban privilegios e inferioridades, ya que el nacimiento
en una u otra familia no sólo incluía un estatuto social, sino diferentes vías de acceso al
poder político. A través de la familia se ejercían los repartos de tierras estatales,
derechos de ciudadanía o pertenencia a una ciudad privilegiada o estipendiaria, aunque
también la capacidad individual, talento, educación y méritos políticos eran factores
que, si no podían anular la determinación de la posición social, contribuían a
modificarla.
En todo caso, era la familia el soporte de la sociedad romana que, nacida como
subdivisión de la primitiva organización gentilicia, evolucionó a lo largo de la
República con unos elementos característicos de gran estabilidad: autoridad paterna,
culto doméstico a los antepasados y base económica sustentada en la propiedad privada,
en la que incluían los esclavos, sometidos como los restantes miembros -esposa, hijos,
nietos y clientes- a la decisión absoluta del pater familias, la máxima autoridad jurídica,
económica e incluso ideológica en el seno de la unidad familiar.
El ordo decorionum
Sin duda, la formación y desarrollo de una jerarquía social en las ciudades de Hispania
con organización romana, como en otras ciudades occidentales del Imperio y, como
consecuencia, la aparición y afirmación de una aristocracia local, está vinculada al
proceso de romanización y urbanización , cumplido en el último siglo de la república y
a comienzos del Imperio. Los inmigrantes itálicos y la aristocracia indígena,
acumuladores de los medios de producción, terminaron por constituir, íntimamente
ligados, una casta privilegiada, que encontró expresión y contenido cuando, como
consecuencia de la elevación de un buen número de comunidades indígenas a la
categoría de ciudad privilegiada -municipios romanos o de derecho latino-, quedó
constituido el ordo decorionum como organismo de control de la administración
comunal y como conjunto de familias elevadas por prestigio social y capacidad
económica del resto de la población; en suma, como oligarquía municipal.
El ordo decurionum no fue, como el senatorial y el ecuestre, una institución unitaria de
todos los miembros cualificados socialmente como tales en el ámbito del Imperio, sino
corporaciones independientes y autónomas, que, consecuentemente, tenían rasgos y
composición distintos, según la categoría y características económicas de la ciudad
correspondiente. Pero, en cualquier caso, jugaba un papel muy importante la capacidad
económica en la elección de los miembros del ordo, supuestos los lastres financieros
que, como vimos, recaían sobre los magistrados municipales. En efecto, condición
previa era estar en posesión de un censo mínimo determinado, de una renta anual, que
oscilaba según las ciudades, y que era, por término medio, de unos 100.000 sextercios,
cuatro veces menos que el exigido al orden ecuestre y una décima parte del fijado para
el senatorial.
Aunque la pertenencia al ordo decurional era a título personal, puesto que se trataba de
un consejo municipal al que se accedía por investidura de una magistratura o por
cooptación, ya en época temprana imperial se fijaron una serie de familias privilegiadas
que, de generación en generación, se sucedieron en el senado local hasta darle un
auténtico carácter hereditario. Hay que tener en cuenta que, en comunidades pequeñas -
las más numerosas en la Hispania romana-, donde no podía esperarse un número
excesivo de familias con condiciones económicas desahogadas, debía resultar en
ocasiones difícil encontrar los cuatro o seis magistrados anuales exigidos por la norma
legal, a los que había que sumas los miembros de los colegios sacerdotales.
Por ello, no es de extrañar, por una parte, que se transgredieran las normas respecto a
edad mínima y periodicidad en el desempeño de los cargos; por otra, que el restringido
grupo de familias ricas de la ciudad monopolizase las magistraturas y sacerdocios.
Debía existir igualmente cierta flexibilidad en el número de miembros del ordo, que
legalmente estaba fijado en un centenar.
Por supuesto, este conjunto de familias notables no era tampoco homogéneo en el
interior de cada ciudad. Como ocurre con los ordines senatorial y ecuestre, terminó
formándose una jerarquía social en el estamento decurional, del que destacó una elite
que, por sus liberalidades y por la frecuencia en la investidura de las magistraturas,
constituyó el grupo de familias más prestigiadas, cuyo relieve fue creciendo parejo a sus
posibilidades financieras. Avanzado el Imperio, comenzaron a hacerse presentes
dificultades financieras para muchos de los decuriones. Algunos estudios de
prosopografía han puesto de manifiesto la exclusividad de ciertas familias hispanas en el
reparto de las magistraturas municipales, no sólo de su localidad sino, en ocasiones, de
varias ciudades, fenómeno que se advierte, por otra parte, también en familias asentadas
en otras provincias.
El fenómeno esta, sin duda, en relación con el proceso de concentración de la propiedad
que se desarrolló de forma creciente a lo largo del siglo II d.C. En concreto, de los
estudios sobre los grupos familiares que controlaban los resortes administrativos se
deduce que existía una gran dispersión de clanes dirigentes municipales que portaban un
mismo gentilicio. Se trata generalmente de gentilicios romanos no imperiales y, de
ellos, son los más frecuentes los Valerii y Cornelii, a los que siguen otros, como los
Aemilii, Fabii, Antonii, Iunii, Licinii y Caecilii. Sólo los Iulii, entre los gentilicios
imperiales, ocupan un lugar destacado en la lista de los más frecuentes, lógico, si
tenemos en cuenta la política de concesión de ciudadanía llevada a cabo por Julio César.
Además, como todos los ciudadanos, los hispanos ostentaban una tribu romana, que
Augusto determinó que fuera la Galeria. Los Flavii, entre estos gentilicios imperiales,
ocupan el segundo lugar, en correspondencia con la promoción de aristocracias urbanas
instituidas por el emperador Vespasiano al conceder el ius Latii a Hispania y, con él, la
posibilidad de acceso a la ciudadanía romana a los magistrados de los nuevos
municipios de derecho latino creados como consecuencia de la aplicación de esta
concesión. El emperador determinó que los nuevos ciudadanos latinos de Hispania
llevaran la tribu Quirina.
Prácticamente desconocidas nos son, en cambio, las oligarquías indígenas de las
ciudades que no contaban con la categoría jurídica de ciudad privilegiada, las cuales,
aunque con una reglamentación distinta a la de las colonias y municipios, controlaban el
poder político en sus comunidades a través de su prestigio económico y social, de forma
análoga al ordo decorionum.
El ordo ecuestre
Pero por encima de la aristocracia municipal aglutinada en el ordo decorionum, los
equites Romani o miembros del orden ecuestre constituyen el sector de más peso y
prestigio social, al tiempo exponente de la romanización e integración en cada
comunidad en concreto en el Estado romano. La condición de eques Romanus o eques
equo publico se alcanzaba por concesión del emperador a título individual, lo que
confería al ordo ecuestre un carácter de nobleza personal y no hereditaria, aunque en la
práctica era frecuente que se aceptase como equites a los hijos de los caballeros.
El ordo contaba alrededor de 20.000 miembros bajo Augusto, número que aumentó a lo
largo del Imperio, por la creciente admisión de provinciales en el estamento. Eran las
familias ecuestres la fuente más importante de reclutamiento ordo senatorial y
mantenían, por ello, frecuentes relaciones de parentesco y amistad entre sus miembros,
estrechadas por medio de matrimonios mixtos. También el estamento ecuestre tendía
lazos con el ordo decurional de sus ciudades de origen, aún más fuertes por el hecho de
que muchos de los equites pertenecían a ambos ordines.
El análisis de los caballeros de Hispania demuestra una gran dispersión de miembros,
que parece apuntar a una cierta reticencia o dificultad de las aristocracias municipales,
hacia la promoción ecuestre. La causa probable podría estar en los intereses económicos
de estos clanes, que han concentrado más su atención en la vida municipal y en el
estrecho horizonte político de las magistraturas locales. También es muy cierto que
muchos de los que accedieron no superaron los puestos militares reservados al ordo.
Sólo con carácter muy reducido se coronó esta carrera con su acceso al ordo senatorial,
el grupo social más elevado de la sociedad romana.
Entre los factores que han determinado el ascenso de estos equites, además de la
experiencia previa en la administración ciudadana, hay que señalar que, en buena parte,
se debe a la vinculación de estos individuos con importantes familias romanas o con
miembros del orden senatorial influyentes, paisanos o parientes del candidato. Por
consiguiente, no todos los caballeros aprovecharon las posibilidades de promoción que
ofrecía el ordo. Una gran mayoría se limitó a gozar en su localidad del prestigio social
que le otorgaba el rango y a ocuparse de sus negocios y propiedades, desinteresados
incluso de la vida administrativa local. En efecto, el estatus superior logrado con la
promoción ecuestre, al parecer, libraba a los caballeros de ciertos compromisos con los
cargos locales de su comunidad, que la mayor parte no desempeñaban, e incluso de las
liberalidades públicas para con sus ciudadanos.
Sí, sin embargo, conocemos inscripciones municipales que honran a sus paisanos
equites, lo cual significa que la ciudad, por intermedio de sus organismos públicos, se
sentía orgullosa de estos compatriotas que habían alcanzado una promoción no
excesivamente corriente. En todo caso, eran estos miembros del sector ecuestre ligados
a sus comunidades de origen los que constituían, con las aristocracias locales
pertenecientes al orden decurional, las oligarquías municipales de Hispania. Su prestigio
social, jurídicamente reconocido y reglamentado, estaba basado en sus recursos
económicos, ya que para acceder al ordo era condición precisa estar en posesión de una
fortuna superior a los 400.000 sextercios. Estas fortunas, si bien en gran parte y
especialmente durante la época republicana, estaban ligadas al capital mueble, tanto
privado -comercio y préstamo-, como público -arriendo de impuestos y contratas del
Estado-, durante el Imperio y especialmente en el caso de los caballeros ligados a sus
comunidades originarias, se basaban en la propiedad inmueble, como dueños de
extensas parcelas dedicadas a la explotación agrícola.
El ordo senatorial
Nos hallamos ante el más alto estamento de la sociedad romana y, por consiguiente, de
las ciudades del Imperio. El número de sus miembros, que a finales de la República
había superado el millar, fue fijado por Augusto en 600; constituía, pues, un estamento
muy pequeño y exclusivo. Su riqueza era pareja a su prestigio y, aunque el censo
mínimo de un millón de sextercios exigido a sus miembros ya era una cantidad
considerable, la mayor parte lo superaba ampliamente. Eran los mayores latifundistas
del Imperio, sin desdeñar otras actividades económicas que pudieran soportar buenos
beneficios.
Pero en el caso de los senadores, no eran tanto la riqueza, como otros factores sociales,
políticos e ideológicos los que proporcionaban al estamento su sentimiento de cohesión
y exclusividad. La educación tradicional que se les transmitía de generación en
generación hacia los miembros del ordo los guardianes y representantes de los viejos
ideales del Estado romano, cuyo servicio se consagraban mediante el cumplimiento de
las magistraturas que, escalonadas en un riguroso cursus honorum hasta el supremo
grado de cónsul, constituían el más alto ideal de todo senador. El régimen instaurado
por Augusto, al respetar formalmente la constitución republicana y, con ella, estas
magistraturas tradicionales de la res pública, mantuvo el estilo de vida del ordo y aún
aumentó sus funciones y prestigio, ciertamente a cambio de plegarse al servicio del
emperador.
No sabemos cuándo se originó la primera generación de senadores romanos procedentes
de Hispania, pero se puede rastrear su existencia como grupo desde la época de César,
cuando en el año 40 a.C., proporcionó a Roma, en la persona del gaditano Cornelio
Balbo, el primer cónsul de origen provincial. Durante la dinastía Julio-Claudia, el
número de senadores hispanos fue consolidándose, para aumentar sensiblemente con los
Flavios y Antoninos, emperadores que, oriundos de familias provinciales, impulsaron el
ascenso de muchos de sus compatriotas.
El hecho de que se comprueben a menudo relaciones de parentesco entre las familias
senatoriales hispanorromanas, las cuales, a través de varias generaciones, mantuvieron y
transmitieron su estatuto, y de que esas familias en ciertos momentos -sobre todo hacia
finales de la época Flavia y durante la dinastía de los Antoninos- ejercieran una
influencia decisiva en la vida política de Roma, ha llevado a suponer la existencia en el
senado de un clan hispano, que, con el apoyo de los senadores de otras regiones, habrían
promovido la subida al trono de emperadores nacidos en la península, como Trajano y
Adriano. Todos ellos eran originarios de las zonas más romanizadas de la península y,
como en el caso de los caballeros hispanorromanos, procedían, sobre todo, de la Bética
y de las ciudades costeras del levante español, como Tarraco, Barcino, Saguntum o
Valentia.
Con todo, la existencia de senadores de origen hispano no tuvo una gran incidencia en
la vida política de sus ciudades de origen. Más aún que los miembros del orden
ecuestre, es evidente la desvinculación de estos senadores, no sólo de las magistraturas
municipales, sino incluso de las familias de la aristocracia local que las detenta, y son
muy contados los casos en que puede observarse un entronque de estas familias
senatoriales con las aristocracias urbanas. Esta desatención de los senadores hispanos
hacia los asuntos internos de sus lugares de procedencia se explica por el hecho de que,
aunque todos ellos tenían extensas propiedades en su tierra natal, sus miras políticas
estaban concentradas en Roma, y en Italia invertían buena parte de sus ganancias. No
hay que olvidar que una disposición de Trajano obligaba a los senadores que fijaban su
residencia en Roma -la mayoría de ellos- a invertir un tercio de su fortuna en suelo
itálico. No obstante, las propiedades que mantenían en sus lugares de origen y las
extensas clientelas con que contaban entre los habitantes de las regiones de procedencia,
convertían a estos senadores en portavoces y defensores de los intereses de sus patrias
locales, de las que, en muchas ocasiones, eran sus patronos.
La plebe
La inmensa mayoría de la población libre de las ciudades hispanas no pertenecía, sin
embargo, a los ordines privilegiados. Sus estatutos presentaban marcadas diferencia,
tanto en el ámbito político, como en el económico, lo que, lógicamente, se traducía en
las correspondientes condiciones de vida. Así, el carácter de cives o municeps,
ciudadano de pleno derecho en las colonias y municipios, proporcionaba una serie de
privilegios. En cambio, los ciudadanos de otras ciudades residentes en otra comunidad
(incolae) participaban limitadamente es la dirección de las ciudades. Sólo los primeros
formaban parte de la asamblea de la ciudad y eran beneficiarios de los juegos,
espectáculos y donaciones en dinero o en especie. Esta población podía residir en la
ciudad (plebe urbana) o en el territorium que dependía de la misma (plebs rustica).
Conocemos muy mal las particularidades de este sector social, que, a pesar de su
volumen numérico, cuenta con una escasa documentación. En su inmensa mayoría era
en el sector agropecuario donde esta población ejercía sus actividades económicas,
aunque no faltaban comerciantes y artesanos, así como un porcentaje de desheredados,
que vivían de las liberalidades publicas proporcionadas por las oligarquías municipales
o se alquilaban como jornaleros para faenas agrícolas temporales. La pequeña parcela
familiar era el tipo de propiedad más común en estos estratos bajos de hombres libres,
completada con el aprovechamiento de las tierras comunales.
La evolución del sector agrícola a lo largo del Imperio, con una concentración creciente
de la propiedad agraria, afectó negativamente, como es lógico, a estos estratos de
población que, al perder sus tierras, o bien emigraron a la ciudad para incluirse en la
plebe urbana, dependiente de las liberalidades públicas, o permanecieron en el campo
como jornaleros o colonos, es decir, agricultores al servicio de los grandes propietarios ,
cuyas tierras cultivaban en un régimen de dependencia real que se institucionalizaría
jurídicamente en el Bajo Imperio.
La producción artesanal ocupaba una gran parte de la población, residente en las
ciudades, no pertenecientes a los ordines. Generalmente era el pequeño taller la unidad
de producción, en el que, con el propietario, trabajaba su familia, en ocasiones, ayudado
por uno o varios esclavos. Gracias a la epigrafía conocemos un buen número de oficios
de la Hispania romana: zapateros, barberos, albañiles, fabricantes de lonas, alfareros,
marmolistas, herreros, pescadores, barqueros, etc. Su posición social puede considerarse
en conjunto más favorable que la de las masas campesinas, ya que los núcleos urbanos
ofrecían mejores condiciones de trabajo, mayores posibilidades de promoción social y
atractivos que el campo no poseía, como los espectáculos y las liberalidades públicas de
magistrados y particulares. Un campo no muy grande pero interesante de trabajo lo
constituía la contratación pública en las ciudades para oficios (apparitores) tales como
pregoneros, flautistas, recaderos, ordenanzas y contables, entre otros. También
constituía un medio de promoción social -y de los más interesantes- el servicio de los
cuadros legionarios o auxiliares del ejército que, desde comienzos del Imperio, se abrió
tanto para quienes gozaban de la ciudadanía romana como para los libres sin estatuto
jurídico privilegiado, originarios de las provincias. Conocemos un gran número de
legionarios de los siglos I y II d.C., procedentes de ciudades hispanas, al comienzo, de
48
las áreas más romanizadas del sur y levante y, más tarde, de las restantes regiones
peninsulares. Pero, sobre todo, aparece durante la época imperial, en todas las fronteras,
un buen número de unidades auxiliares con nombre étnico hispano, en su mayoría de los
pueblos del norte y del oeste: galaicos, astures, cántabros, várdulos, lusitanos, vetones,
etc.
Esclavos y libertos
La base de la pirámide social romana estaba constituida por los esclavos. La esclavitud
como institución social mantuvo una forma esencial a lo largo de toda la Antigüedad.
La característica fundamental del esclavo era su no consideración como persona, sino
como instrumento, por lo que no contaba con derechos personales ni patrimoniales.
Dependía totalmente de su amo, que podía hacerle trabajar a su albedrío, castigarlo,
venderlo o matarlo. No obstante, a lo largo del tiempo, más por razones económicas que
morales, fueron dulcificándose las condiciones de la esclavitud: se limitó el derecho de
vida o muerte del amo sobre el esclavo, se aceptaron las uniones estables de parejas de
esclavos -consideradas siempre como concubinato y no como matrimonio jurídico- y se
permitió la posesión de un peculio con el que el esclavo podía, a veces, comprar su
libertad. Si desde el punto de vista jurídico la situación de los esclavos era uniforme,
variaban extraordinariamente las condiciones de vida, de acuerdo con las circunstancias.
La variedad de orígenes, de aptitudes y formación, pero también el carácter del dueño -
un amo privado, colectividades o el propio emperador- explican las desigualdades
sociales muy acusadas en el seno de la esclavitud.
La España prerromana había conocido ya la existencia de esclavos y otras formas de
dependencia, no sólo individual, sino colectiva, como las de ciertas comunidades en el
sur peninsular, sobre otras a las que estaban sometidas. La conquista romana supuso la
progresiva extensión del sistema esclavista propio de Roma en la península, con
distintas variantes y desarrollo según las incidencias del proceso de inclusión en el
sistema roano de las diferentes regiones de Hispania.
Durante las guerras de conquista, en época republicana, la esclavización de prisioneros
fue el medio de aprovisionamiento de esclavos más extendido en Hispania, esclavos que
eran vendidos en mercados dentro o fuera de la península. Otra fuente eran las
incursiones costeras que llevaban a cabo piratas, cuyo botín humano era luego ofrecido
en los mercados. La conclusión de las guerras de conquista a comienzos del Imperio y la
limpieza de los mares emprendida entre Pompeyo y Augusto quitaron importancia a
esta fuente de aprovisionamiento, que se nutrió desde entonces de ciertas áreas, como el
oriente del Mediterráneo, algunas regiones de las provincias occidentales y una parte del
área celta peninsular. Otras fuentes tradicionales eran la venta de los hijos por sus
padres (alumni), la propia venta, la condena y, por supuesto, la reproducción natural,
puesto que los hijos de madre esclava heredaban la condición materna. Son las áreas
más romanizadas -el este y el sur peninsular- las que nos ofrecen la mayor parte de la
documentación sobre esclavos, que indica la extensión de la institución precisamente en
las regiones más integradas en el sistema socioeconómico romano.
Gracias a esta documentación, que, repetimos, es fundamentalmente de carácter
epigráfico -sobre todo, lápidas funerarias-, podemos sacar una serie de conclusiones
sobre las condiciones de vida de los esclavos o, más precisamente, de una parte de ellos,
los adscritos al servicio doméstico, los esclavos públicos y los que dependían del propio
49
emperador. Desconocemos, por el contrario, la situación del sector que más duramente
debía soportar su condición, los esclavos que trabajaban en las minas o en las
explotaciones agrícolas, imperiales o privadas, así como las de aquellos que eran
dedicados por sus dueños a trabajos de tipo artesanal.
Como en época republicana, las explotaciones mineras estatales contaban con una mano
de obra en su mayoría servil, aunque no faltaran también jornaleros libres, en
condiciones de trabajo muy duras, como consecuencia tanto de precarias condiciones
técnicas, como del interés de los explotadores en conseguir las mayores ganancias
posibles. Algo semejante puede colegirse de los empleados en labores agrícolas, en las
propiedades grandes y medianas privadas o en los latifundios imperiales. Un esclavo de
confianza (vilicus) dirigía como capataz los trabajos agropecuarios, al frente de la mano
de obra esclava.
En cuanto a los esclavos dedicados por sus dueños a trabajos ajenos a la producción
minera o agropecuaria, tenemos testimonios de artesanos, como zapateros, carpinteros,
alfareros, albañiles, bataneros, barberos, nodrizas, pero también de otros que
desempeñaban actividades liberales, como pedagogos o médicos, y -dato muy
interesante- de gladiadores, que en los juegos de circo organizados por particulares y,
sobre todo, por los magistrados municipales, podían conseguir una gran popularidad.
Eran esclavos públicos los dependientes de las colonias y los municipios, así como de
otras instituciones colectivas, y del Estado, que cumplían una amplia gama de
funciones, tanto burocráticas y de servicios -recaderos, encargados de la limpieza de
edificios públicos, vigilantes, contables, escribientes.-, como ligadas a la producción de
bienes y propiedades comunales y públicas y, por consiguiente, de acuerdo con su
correspondiente actividad, con muy diferentes condiciones de vida y de promoción
social. En cuanto a los esclavos del emperador, aunque de carácter privado, con la
extensión de la burocracia y de las propiedades imperiales en las provincias, cumplieron
una amplia gama de funciones, que, desde el empleo en el aparato burocrático, con una
posición privilegiada y medios de fortuna en ocasiones considerables, llegaba hasta su
utilización como mano de obra no cualificada en las propiedades pertenecientes al
emperador: minas, canteras, explotaciones agrícolas, etc.
Si bien hay que suponer que la mano de obra servil desempeñaba las tareas más duras y
vejatorias, no siempre las relaciones amo-esclavo, especialmente durante la época
imperial y en el caso de los servidores domésticos, públicos e imperiales, tenían un
carácter absolutamente negativo, de acuerdo con inscripciones en las que se transparenta
el afecto de los dueños por algunos de sus esclavos. Era el sistema, más que la crueldad
generalizada de los amos, el responsable de la lamentable condición servil, que no
podemos considerar desde un punto de vista sentimental o moral. Las mejoras legales
introducidas por la legislación imperial, la filosofía estoica con su doctrina de la
igualdad de los hombres, la esperanza de conseguir la libertad, mediante la manumisión,
y la propia diversidad de condiciones de vida de los esclavos contribuyeron a mantener
el sistema y a impedir su concienciación como clase, con sus secuelas de carácter
revolucionario. Desde las duras condiciones de época republicana, en las que el
eslavismo constituyó el modo predominante de producción, a través de los primeros
siglos del Imperio, durante los que la institución se mantuvo, el sistema fue derivando,
sin desaparecer, hacia otras formas de dependencia que caracterizan la sociedad del
Bajo Imperio.
50
Sin duda, fue esta posibilidad de sustraerse a la condición servil, mediante la
manumisión, la que, con la esperanza de libertad y de promoción social, dio su carácter
al sistema, que beneficiaba igualmente a los antiguos amos, porque la liberación no
significaba la rotura de los lazos de dependencia, sino la concreción de otros lazos de
vinculación de los libertos con sus antiguos dueños o patronos, a veces de por vida,
basados en el triple término de obsequium, opera y bona, que se estipulaban con
precisión en el acto de manumisión. El obsequium, o deber general de diferencia hacia
el patrono, se traducía en servicios muy diversos; las operae, principalmente, días de
trabajo, efectuados por cuenta del patrono, normalmente en actividades de la misma
naturaleza que cumplía como esclavo; los bona, derecho sucesorio sobre el patrimonio
del liberto, así como la obligación de cuidar y atender al patrono en caso de necesidad o
vejez. Las ventajas recíprocas de la manumisión para amos y esclavos y,
consiguientemente, la frecuencia de las liberaciones obligaron a Augusto a introducir
una legislación restrictiva que trataba de defender los derechos de los ciudadanos y la
estabilidad del sistema. Pero ello no impidió que creciera el número de esclavos
liberados, precisamente los más capaces y dinámicos que, si vieron restringidos sus
derechos jurídicos respecto de los ciudadanos, lograron, en cambio, muy
frecuentemente, desahogada e incluso relevante posición económica. Así, en las
ciudades, llegó a formarse con los libertos ricos una pseudoaristocracia de dinero, cuyas
fuentes de enriquecimiento estaba tanto en la producción agrícola como, sobre todo, en
al mundo de los negocios, la manufactura, el comercio o la banca.
Si la mácula de su nacimiento esclavo les cerraba, a pesar de algunas fortunas
considerables, el paso a la aristocracia municipal del ordo decurionum, encontraron la
posibilidad de distinguirse sobre sus conciudadanos como un segundo ordo o estamento
privilegiado, mediante su inclusión en el collegium de los augustales, dedicados al culto
al emperador y gravados con cuantiosos dispendios, que estos libertos satisfacían con
gusto a cambio de ver reconocida y elevada su clase social. De todos modos, no todos
los libertos conseguían alinearse en los estratos superiores de la sociedad. Los más, sin
duda, permanecían integrando las capas bajas de la población, con la plebe de origen
libre, pero ayuna de privilegios jurídicos, y con los esclavos. Del mismo modo que
libertos privados, existían también libertos públicos, dependientes de las colonias y
municipios, con funciones religiosas y profesionales, y libertos del emperador, cuyo alto
patrono les significaba un prestigio y un poder económico, en ocasiones considerable.
La extensión de la burocracia imperial, tanto en la administración central, como en las
provincias, ofrecía a estos libertos muchas posibilidades de intervenir en la gestión
política y en la economía, sobre todo como procuratores, ligados a sectores
administrativos y a la dirección y supervisión de las propiedades imperiales, en
particular, los distritos mineros. Como en el caso de los esclavos, las nuevas
condiciones socioeconómicas surgidas a partir de la crisis del siglo III, y desarrolladas a
lo largo del Bajo Imperio, transformaron el estatuto de liberto en el contexto de nuevas
formaciones sociales.
Asociaciones populares
Los pertenecientes a las capas bajas urbanas tenían la posibilidad de organizarse en
asociaciones (collegia) de diferente carácter que, controladas por el Estado o por la
administración local, permitían a sus integrantes cumplir una serie de funciones o
disfrutar de ciertos beneficios. Estas asociaciones, puestas bajo la advocación de una
divinidad protectora, independiente de su carácter, no precisaban de un determinado
51
estatuto social para incluirse en ellas, aunque sus miembros debían someterse a un
criterio de selección.
Gracias a la epigrafía se puede constatar la existencia de un buen número de collegia en
las provincias hispanas, de carácter religioso, funerario y, en menor término, de
profesionales, jóvenes y militares, organizados de manera similar a los del resto del
Imperio Romano. Los de finalidad estrictamente religiosa, semejantes a las actuales
cofradías, reunían a los devotos de una divinidad particular, tanto romanas (Júpiter,
Mercurio, Diana o Minerva) como extranjeras (Isis, Serapis, Osiris, etc.), o se dedicaban
a rendir culto al emperador vivo o muerto. Disponían por lo general de un templo
propio, realizaban actividades como dedicaciones, y efectuaban los ritos
correspondientes al culto de que se tratara, mediante magistrados o sacerdotes
organizados jerárquicamente.
Las asociaciones de gentes humildes (collegia tenuiorum), con un carácter religiosofunerario,
eran cofradías que, bajo la advocación de una divinidad, se reunían para
cubrir sus necesidades de funerales y enterramiento, de acuerdo con las creencias
romanas de ultratumba. Para ello, los asociados pagaban, además de un derecho de
entrada, una cotización mensual, que les daba derecho a recibir honores funerarios y
sepultura, en muchas ocasiones, en lugares comunes de enterramientos, donde la
asociación celebraba los honores debidos.
En cuanto a los collegia iuvenum, aun constituyendo colegios religiosos, tenían como
finalidad celebrar fiestas y juegos y, frente a los tenuiorum, sus miembros pertenecían a
las clases altas de la sociedad. Con esta dedicación a juegos y deportes, los colegios de
jóvenes cumplían una función de iniciación a la vida política, en estrecha vinculación
con las aristocracias municipales, así como de formación militar, de preparación para
una futura carrera en la milicia. Por lo que respecta a los colegios militares, poco
frecuentes en el Imperio, aunque no falten ejemplos en Hispania, eran asociaciones de
seguros mutuos, que cumplían una función social mediante el pago de ciertas cantidades
en determinadas circunstancias (viajes, retiro, muerte) y que estaban constituidos por
militares de una misma graduación o especialidad, que, de este modo, contaban con una
especie de cajas de retiro mediante el pago de unas determinas cuotas.
Las asociaciones profesionales reunían a miembros unidos por sus lazos de una
profesión común y tomaban el nombre de la industria o el oficio que ejercían. Aunque
su carácter era privado, tenían también una funcionalidad pública, dado que sus
actividades estaban conectadas con organismos oficiales. Su finalidad era la de
fortalecerse mediante la unión para poder defender mejor sus intereses comunes,
teniendo en cuenta que trataba de clases poco influyentes así podían obtener mayores
consideraciones y ventajas. Las ciudades del imperio favorecieron el desarrollo de estos
colegios profesionales, puesto que las magistraturas municipales podían utilizarlos para
los trabajos de utilidad pública. Con ello se estableció una estrecha colaboración entre
los organismos oficiales y estos collegia, que jugaron un importante papel en la vida y
actividades municipales. Los tres collegia principales eran: el de los fabri, trabajadores
relacionados con la construcción; los centonarii, fabricantes de toldos y lonas; y los
dendrophori, relacionados con la industria de la madera, su transporte y comercio.
Sabemos que todos ellos colaboraban en los servicios de extinción de incendios Aparte
de estas tres asociaciones, conocidas como tria collegia principalia, se encuentran en
Hispania, como en Roma y en otras ciudades del Imperio, colegios de toda clase de
52
profesiones y oficios: prestamistas de dinero para la adquisición de trigo, zapateros,
fabricantes y comerciantes de mechas para lámparas, obreros adscritos a las legiones
para la construcción de vías militares, agrimensores y, con una especial relevancia,
comerciantes, almacenistas y transportistas de productos, como el vino, el trigo y el
aceite, necesarios para el aprovisionamiento de Roma, la annona imperial. Estas
corporaciones, sin embargo, a lo largo del Imperio, vieron restringida su libertad de
actuación, presionados por el Estado, que necesitaba cada vez en mayor medida de sus
servicios, hasta que en el Bajo Imperio prácticamente toda la población trabajadora fue
constreñida a enrolarse en corporaciones obligatorias y hereditarias.
Las organizaciones sociales indígenas
La conquista romana no significó la total asimilación de las estructuras sociales
romanas por parte de la población indígena. Si bien estas estructuras fueron aceptadas
por los hispanos, la propia política de la potencia conquistadora de respeto por las
realidades sociales indígenas significó una simbiosis de elementos que, a lo largo del
tiempo, fue destacándose, en las regiones donde más profundamente incidieron los
elementos de romanización, por la completa sustitución de las formas indígenas por las
correspondientes romanas. En el sur y el este -el área que podemos definir como
ibérica- este proceso de sustitución se hallaba ya prácticamente cumplido, salvo
residuos, a finales de la república. En cambio, en el interior y, sobre todo, en el norte -el
área celta-, los factores de conquista y colonización distintos supusieron la permanencia
de las estructuras sociales tradicionales, si no con absoluta pureza, sí con la suficiente
fuerza para que Roma hubiera de tenerlas en cuenta en la propia organización políticoadministrativa
del territorio. No puede hablarse, por tanto, de sociedad romana y
sociedad indígena en Hispania en estado puro, pero sí de predominancia de una u otra
en las distintas regiones peninsulares, con una dinámica de acercamiento e incluso
identificación al modelo romano, completado pronto en el área ibérica y solo lentamente
logrado en el área celta a lo largo de los tres primeros siglos del Imperio.
Esta transformación paulatina de las estructuras indígenas de las unidades gentilicias
suprafamiliares indígenas dentro de las estructuras político-administrativas romanas,
traducido en la conversión de tales unidades en civitates. Pero, además, contribuyó a
fomentar la propia presencia de elementos romanos en territorio indígena, ligados a la
organización administrativa y a la explotación económica de sus recursos. Fueron entre
ellos fundamentales los traslados de poblaciones, debidos a la necesidad de pacificar los
territorios recién conquistados , los repartos de tierras entre la población indígena, como
medio de pacificación social, la explotación de los recursos mineros, la apertura de vías
de comunicación y extensión del comercio, el reclutamiento de indígenas para los
cuerpos auxiliares del ejército romano, la propia presencia de fuerzas militares
permanentes en estos territorios y la existencia de islotes de romanización en los centros
urbanos creados para las necesidades mínimas de la administración. La consecuencia
queda manifiesta si se comparan los datos que ofrecen las fuentes del siglo I, como
Estrabón o Plinio, en donde las unidades organizativas son de carácter indígena, frente a
las del siglo II, como Ptolomeo, que ya sólo menciona civitates, en muchas de las cuales
tuvo lugar un proceso de ampliación de los derechos de ciudadanía, completado a
comienzos del siglo III con el edicto de Caracalla.
Nuestro conocimiento de las pervivencias sociales indígenas en la Hispania romana, en
concreto del área celta, procede fundamentalmente de dos tipos de fuentes, literarias y
53
epigráficas, que, no obstante, plantean una serie de problemas de interpretación que
surgen de la diferente aplicación por parte de los autores latinos y por los propios
indígenas -a través de epígrafes donde se hace mención de sus relaciones sociales- de
los términos fundamentales con los que se expresan estas relaciones , así como de la
propia extensión temporal de dichas fuentes, las cuales, según la época, hacen referencia
a realidades sociales distintas. Tales términos son los de populi, gentes, gentilates y
castella, estos últimos sólo conocidos en la epigrafía mediante el signo de una C
invertida.
En todo caso, de la documentación, se deduce que en área celta peninsular -y, sobre
todo, en el norte- pervivió la vieja onomástica indígena, lenguas y creencias, así como
un conjunto de relaciones familiares, sociales y religiosas diferentes a las romanas, que
coexistieron con la organización social las formas de propiedad introducidas por Roma,
sobre todo en aquellas zonas más alejadas de los centros de romanización. Si el Estado
romano, por necesidades administrativas reordenó las grandes unidades territoriales,
apenas tocó en cambio las inferiores, pero, en cualquier caso, tuvo en cuenta en sus
divisiones político-administrativas la realidad social indígena, completándola o
adaptándola al modelo administrativo que tenía como base la civitas.
Frente a hipótesis antes generalizadas, hoy se está de acuerdo en que las organizaciones
gentilicias, propias del área celta, no llegaron a cristalizar en grandes confederaciones
políticas de carácter tribal. Los pueblos citados por las fuentes -cántabros, astures,
vetones, galaicos- no constituyeron agrupaciones con la categoría de Estado, aunque, en
ocasiones, se unieron en alianza ante graves peligros o estuvieran muy avanzados en el
camino de crear órganos comunes. La afinidad de origen, lenguas y costumbres, de cada
uno de estos pueblos, sin embargo, fue respetada en gran medida por la organización
político-administrativa romana a la hora de establecer las subdivisiones provinciales
básicas de los conventus.
El problema está en que estos pueblos son citados en las fuentes latinas como gentes -
gens Cantabrorum, gens Asturum- término que es utilizado también para designar las
unidades gentilicias indígenas básicas, que incluían un conjunto de gentilitates,
compuesto por una serie de familiae. En el sistema gentilicio eran los lazos de sangre
los que unían a los miembros del grupo -la gentilitas- que contaba con un territorio
propio, limitado por accidentes naturales -cursos de agua y montañas-, considerados
como sagrados, con forma de propiedad comunitaria. Los vínculos comunitarios
aseguraban la propiedad común de la tierra y los ganados, impidiendo el desarrollo de la
propiedad privada, base del sistema económico romano. El individuo, a través de su
pertenencia a una familia incluida en la gentilitas, cumplía las funciones y normas
establecidas por la comunidad, de acuerdo con una tradición ancestral, remontada a un
dios o héroe divinizado. Estas funciones eran de carácter muy distinto a las de las
sociedades de clases, puesto que la condición personal quedaba supeditada al interés del
grupo y su papel social y económico se realizaba a través de la familia, que tenía el
usufructo de las parcelas comunitarias y que se preocupaba de las relaciones de trabajo
y de los beneficios económicos. No era, pues, propietario de los medios de producción,
sino usufructuario de los mismos por su relación con la comunidad, la cual, en
contrapartida, velaba por el mantenimiento y reproducción de las formas de existencia,
reajustaba los desequilibrios y mantenía el sentimiento de solidaridad dentro de las
normas de sus antepasados y de sus dioses. La relación del individuo con la comunidad
gentilicia queda manifestada en la onomástica personal, distinta del sistema romano, y
54
compuesta de tres elementos: el nombre personal, la filiación o indicación de la familia
y la gentilitas a la que pertenece. .
El carácter comunitario de la propiedad no significaba que todas las parcelas fueran
iguales. Existían jerarquías de índole política, militar o religiosa, que decidían el puesto
social. Esta jerarquía social se apoyaba en dos elementos básicos, la edad y la dignidad,
es decir, el honor y la consideración pública. La edad y la dignidad jugaban el papel
fundamental en el consejo, que constituía la autoridad máxima del grupo social.
Aunque desconocemos las funciones de estos consejos, por analogía con otras
formaciones primitivas de tipo comunitario, puede suponerse que elegían y deponían a
los jefes, condenaban o vengaban los delitos tanto de los miembros de la comunidad,
como de los cometidos por otros grupos contra alguno de ellos, y adoptaba a los
individuos en el grupo. También establecían relaciones con otras comunidades, de
carácter pacífico, expresadas por medio de pastos de hospitalidad y de clientela, de los
que conservamos un buen número de ejemplares, redactaros en téseras, en ocasiones,
con la forma de un animal totémico. Mediante estos pactos o toda la comunidad pasaba
a ser huésped de otra, o un miembro de una de ellas era aceptado como huésped y
cliente de otra comunidad distinta de la suya.
Aunque las organizaciones sociales indígenas mantuvieran su vigencia durante mucho
tiempo al lado de las romanas, ciertamente con carácter regresivo, la dependencia de
Roma introdujo elementos que, mediante procesos de simbiosis y asimilación,
terminaron por destruir las formas indígenas. El más importante de ellos fue, con la
introducción de un modo de vida sedentario, la territorialización de las gentilitates,
hasta la identificación de los nombres de las mismas con el territorio que ocupaban o,
todavía más, con el núcleo de población donde residían, expresado en la epigrafía
mediante topónimos, como vicus (aldea), forum (mercado) o castellum (castro). Con
criterios administrativos, los conventos fueron divididos en unidades administrativas
superiores -populi-, aprovechando, junto con otros procedimientos, sobre todo, las
grandes unidades administrativas indígenas (gentes), y dejando funcionar sólo las de
nivel medio e inferior, gentilitates y familiae. En un segundo estadio y al mismo tiempo
que se extendía la propiedad privada, estos populi se transformaron en civitates,
alrededor de un núcleo urbano, con lo que se produjo el proceso de desintegración de las
relaciones gentilicias, que, en el siglo III, apenas si se mantenía en áreas pobres y
alejadas de las vías de comunicación. Sólo las creencias religiosas manifestaron una
tenaz resistencia, aún vivas o asimiladas por el cristianismo.
La sociedad hispana en la Antigüedad tardía
Desde finales del siglo II se habían hecho presentes en el Imperio una serie de
transformaciones que afectaron a las estructuras en las que se había basado el sistema
administrativo y socio-económico romano. Estas transformaciones consistieron
fundamentalmente en una crisis económica acelerada por la extensión del latifundio,
que rompió el equilibrio en las relaciones sociales dentro del marco de la ciudad, la
unidad básica de gobierno.
Durante los dos primeros siglos del Imperio, los propietarios de tierras eran en buena
porción, gentes pertenecientes a la oligarquía municipal, que mantenían relaciones
estrechas con su ciudad mediante el cumplimiento de las magistraturas comunales y la
satisfacción de libertades públicas en sus correspondientes municipios. La crisis del
55
trabajo esclavo como forma de producción puso en entredicho la rentabilidad de la
mediana propiedad, a la que aquel servía de base, y dio paso al proceso de formación
del latifundio extraterritorial cultivado por colonos semilibres. El proceso de
consolidación de la gran propiedad privada, llevó a una progresiva desvinculación de
los intereses económicos de estos propietarios respecto a la ciudad. El fenómeno de
formación del latifundio, o se realizó dentro de las tierras de la ciudad a la que
continuaban aún unidos algunos de dichos propietarios fueron perdiendo sus vínculos
con la organización urbana, con cuyos intereses no coincidían los de los ricos senadores,
que vivían en Italia, los miembros del orden ecuestre y, en algún caso, terratenientes de
la oligarquía municipal, que sustrajeron sus tierras a las obligaciones comunales. Tanto
estas grandes propiedades, como las que, por donaciones o confiscaciones, fueron
cayendo directamente en manos de los emperadores, sustraían a las ciudades sus medios
de subsistencia, que se vieron obligadas a recabar de los propietarios de las tierras
municipales.
Si tenemos en cuenta las dificultades económicas con que estos se enfrentaban,
obligados a competir con un latifundio más rentable, no debe extrañar que se vieran
precipitados a un proceso de empobrecimiento y de ruina, al que arrastraron a sus
ciudades. La ruina de estos propietarios no estaba causada por el cumplimiento de sus
obligaciones respecto a la ciudad, sino por el aumento de los impuestos estatales a que
se vieron sometidos al empeorar la situación financiera del Imperio.
Estos fenómenos no podían dejar de repercutir en el desarrollo de la producción y en el
propio nivel de vida, que descendió sensiblemente desde comienzos del siglo III. El
aumento del proletariado urbano, engrosado por los propietarios arruinados y con los
artesanos, como consecuencia de la economía autosuficiente del latifundio
extraterritorial, aceleró el aumento de gastos de las clases ricas de los municipios, y se
vieron empujadas a sostener una beneficencia pública para mantener el orden social,
causa de su propia ruina. Se preparaban así, en esta desfavorable coyuntura, las bases
económicas sobre las que había de asentarse la sociedad de la Antigüedad tardía, cuyo
eje fundamental de sustentación no sería ya la ciudad.
El régimen latifundista significó la aparición de nuevas relaciones en la producción.
Frente al sistema esclavista, en regresión, se fue imponiendo el del colonato como
forma imperante de trabajo en la tierra. Su práctica generalizada terminó por recibir con
Diocleciano, a finales del siglo III, un fundamento jurídico, por la que el campesino, que
recibía tierras de cultivo pertenecientes a un latifundista, se vinculaba de forma vitalicia
y hereditaria al suelo que trabajaba, en una condición de semilibre. También el
campesino libre, a través de la institución del patrocinio, establecía lazos de relación
con un poderoso que, a cambio de una suma de dinero, le protegía contra los
recaudadores del fisco.
Colonato y patrocinio llevaron a una simplificación de las relaciones sociales, acercando
a los estratos bajos de la población, libres y esclavos. La humanización de las
condiciones de la esclavitud y su pérdida de importancia económica, por un lado, y la
limitación de la libertad de los trabajadores del campo y de la ciudad, por otro,
terminaron por hacer coincidir las condiciones socio-económicas y jurídicas de unos y
otros en un único grupo social, el de los humiliores, frente a la clase dominante de los
honestiores, separados por un abismo que recibió un fundamento jurídico.
56
Los honestiores
Frente a los tres órdenes privilegiados, que formaban la cúspide de la pirámide social
durante al Alto Imperio -senadores, caballeros y decuriones-, en la tardía Antigüedad,
con la ruina de las oligarquías municipales y la desaparición del orden ecuestre,
asimilado a la clase senatorial, también se complicó el grupo dominante de la sociedad.
Los clarissimi, como se denominaban los senadores, constituían un grupo restringido,
en gran parte de nueva formación, que, en la primera mitad del siglo IV, se cerró como
cuerpo hereditario, cuyos miembros estaban estrechamente ligados entre sí por intereses
de clase como grupo dirigente político, social y económico. La tierra fundamentalmente,
pero también los negocios, constituían su base de poder económico, plasmado en las
lujosas villae, que, fuera del ámbito de las ciudades, les servían de residencia y de
centro de producción económica, autarquía de sus propiedades, cultivadas por colonos.
A partir de Constantino, se integraron en esta aristocracia los obispos católicos, a
quienes los privilegiados y donaciones imperiales en favor de la Iglesia y las dádivas de
los fieles proporcionaron un poder económico y una influencia política y social que
terminaron por convertirlos en el factor dominante en las ciudades.
La nueva clase son los clarissimi, terratenientes, pagaban unos impuestos especiales
(collatio glebalis, gleba o follis), pagaban un aureum oblaticium al emperador como
regalo de los senadores.
La prosopografía ha puesto de relieve algunos nombres entre los funcionarios del alto
rango. También los obispos eran de origen noble (Potamio de Lisboa, Paciano de
Barcelona y Osio de Córdoba). No conocemos bien las novedades particulares que se
produjeron en Hispania. Grandes terratenientes nos son sólo conocidos
excepcionalmente. Destaca la figura de la rica Melaria, o de los cuatro parientes de
Teodosio, a los que habría que añadir el emperador mismo.
Esta aristocracia, en las convulsiones de las invasiones bárbaras, logró integrarse como
grupo dominante con la nobleza germánica y compartir con ella los privilegios políticos
y sociales en los albores de la Edad Media.
Los humiliores
Frente a la tradicional distinción básica entre libres y esclavos y a pesar de su
mantenimiento, la población libre agrícola y artesana, así como los libertos y esclavos,
vieron acercarse su condición de hecho para poder ser considerados en la Antigüedad
tardía como una auténtica clase social, aunque con matizaciones derivadas sobre todo
de la diferente situación económica de los individuos que la integraban. En el campo,
coexisten trabajadores libres y esclavos con muy pocas diferencias socio- económicas -
aunque se mantuvieron las jurídicas-, como colonos, ligados a la dependencia de los
grandes señores y vinculados a la tierra que cultivaban, en una situación que preludia la
servidumbre de la gleba medieval. En su mayoría campesinos, adscritos a la tierra en
calidad de colonos cada vez más vinculados a la tierra, y sometidos, en caso de ser
propietarios a un patrocinium de los grandes señores sobre sus tierras o sus aldeas
(patrocinium vicorum). Los esclavos, por contra, vieron aproximarse su situación a los
campesinos libres, reconocidos por la legislación (Digesto) como servi quasi coloni.
57
Por lo que respecta a los trabajadores en las ramas de la producción no vinculadas a la
agricultura -minería, artesanado, comercio y servicios-, desarrolladas en el ámbito de la
ciudad, con un peso específico muy reducido frente al del sector agrícola, sus
condiciones parecen haber sido más favorables que las correspondientes a los
trabajadores del campo. También, como los colonos, los artesanos reunidos en
corporaciones profesionales, fueron vinculados hereditariamente a su oficio en el
Estado, que necesitaba asegurarse sus servicios, estaban sometidos a una fuerte presión
fiscal y a la prestación de trabajo obligatorio y gratuito -los munera sordida- pero se
beneficiaban de las liberalidades que, con todo, seguían prestándose en la ciudad.
Con un nivel socio-económico más elevado, aunque incluidos en el statu jurídico de los
humiliores, hay que considerar finalmente a la gran masa de funcionarios de la
administración provincial, a los profesionales de carácter liberal -médicos, arquitectos,
abogados, pedagogos- y a los comerciantes dedicados al tráfico marítimo. Estaban
sometidos al impuesto comercial de la lustrallis collatio y a diversos munera sordida.
Los abogados, médicos, arquitectos, clérigos se englobaban en esta categoría. Ni
siquiera los grandes comerciantes (negotiatiores) contaban con gran consideración

No hay comentarios: